Comentario
La proclamación del califato de Córdoba en el 929 y su derrumbamiento entre los años 1009 al 1031 fueron, evidentemente, dos de los acontecimientos de mayor importancia en la evolución histórica de al-Andalus. Su caída provocó la formación de los reinos de taifas, que iban a constituir un marco en el que la cultura andalusí -cuyas bases se habían asentado principalmente durante la época califal- alcanzará su mayor florecimiento. A la vez, en este marco, se iban a revelar las profundas debilidades de un complejo sociedad-Estado que no permitirá a la civilización andalusí resistir el empuje reconquistador de los reinos cristianos del norte, que representaban un Occidente en expansión. Conviene observar que, como ocurrió en Sicilia en la misma época, esta especie de implosión del sistema sociopolítico musulmán fue anterior a la intensificación de la amenaza cristiana y se produjo en el momento en que la potencia del califato parecía estar en su apogeo.
Sin pretender llegar a una explicación definitiva del estallido político del poder y de la fragmentación de la comunidad que se produjeron a lo largo de unos veinte años de crisis de poder, podemos intentar dar una visión rápida de la desorganización del poder central, así como del conjunto del Estado y de la sociedad, y de sus relaciones en al-Andalus en el momento en el que se desarrollaba el proceso de derrumbamiento del califato.
Los acontecimientos han sido bien expuestos en varias obras, desde la historia clásica de Levi-Provençal hasta el reciente estudio de David Wasserstein, pasando por diversas síntesis como las redactadas o dirigidas recientemente por María Jesús Viguera. Nos limitaremos a hacer un rápido resumen analizando, en lo que respecta a la historia política, el punto de vista del poder central, ya que un tomo de esta colección versará sobre la evolución de los reinos de taifas en fase de formación y desplazará el interés hacia los centros provinciales. Nos esforzaremos por destacar los factores determinantes de la crisis en Córdoba y en el Estado. Sin embargo, es preciso señalar que es muy difícil distinguir radicalmente entre los dos puntos de vista, dado que los poderes que surgieron por todas partes lejos de Córdoba sólo se conciben y se explican en relación con el poder cordobés: surgieron a causa de su debilitamiento y sacando partido de él, al tiempo que sólo se consolidaron apoyándose en el prestigio histórico del califato del que nunca lograron separarse realmente.
La muerte de Abd al-Malik al-Muzaffar en octubre de 1008 en circunstancias dudosas dejó el poder en manos de su hermano Abd al-Rahman Sanyul o Sanchuelo. El personaje tenía la misma ambición o determinación de gobernar que los dos que le precedieron, pero sin la perspicacia política que había permitido a aquellos hacerse con el poder efectivo en al-Andalus y conservarlo sin rebasar los límites que les recomendaba la situación política y las relaciones del poder con la sociedad andalusí. En efecto, al acaparar el verdadero poder en detrimento del califato, que conservaba la legitimidad teórica, habían creado un equilibrio inestable cuya fragilidad se iba a demostrar tanto en la Revolución de Córdoba como en los acontecimientos de los veinte años siguientes. En noviembre de 1008, accediendo a la petición del nuevo dueño del poder, el califa Hisham II, que no tenía descendencia, reconoció al gobernador amirí como su heredero (wali al-ahd). Poseemos este documento en el que Abd al-Rahman Sanyul lleva el sobrenombre de al-Ma'mun -título casi califal- que se adjudicó nada más acceder al poder.
A pesar de las justificaciones enrevesadas que se dieron a esta actuación, ésta chocaba con el legitimismo de los andalusíes. No sólo era impopular sino que era inaceptable en la concepción sunní del califato ya que los amiríes, a pesar de ser árabes, no pertenecían a la tribu del Profeta -la de Quraysh- a la que tradicionalmente, debían pertenecer los califas. La aristocracia omeya, desposeída ya del poder y preocupada por sus privilegios -recordamos que al-Muzaffar había desmantelado un complot pro-omeya en el 1006- tuvo así la ocasión de sublevar a la población de Córdoba contra el régimen. Aprovechando la absurda campaña militar de Abd al-Rahman en la frontera en pleno invierno, grupos de las antiguas clases dirigentes, del pueblo y de los fugaha' -el cadí de Córdoba Ibn Dhakwan aprobó la revuelta- se unieron para llevar a cabo la Revolución de Córdoba el 15 de febrero de 1009. Esta provocó la abdicación del califa Hisham II y más tarde la ejecución de Abd al-Rahman Sanyul, que había vuelto a Córdoba de una manera igual de absurda que cuando se marchó. La ciudad gubernamental amirí de Madinat al-Zahra' fue entonces saqueada y destruida.
La profunda desestabilización del poder que resultó de estos acontecimientos es difícil de explicar. La mediocridad del sucesor de Hisham II, uno de los numerosos omeyas disponibles, que tomó el sobrenombre de al-Mahdi bi-Llah, probablemente tuvo mucho que ver con la situación creada: las divisiones se produjeron inmediatamente. Hay que tener en cuenta los efectos que tuvieron estas divisiones sobre una opinión que podríamos juzgar como desorientada por la dualización del poder que se había producido con los amiríes a causa de los conflictos entre los aspirantes al califato y la consiguiente aparición de poderes locales. Todo prueba que ideológicamente la opinión andalusí siguió estando más vinculada a la idea de comunidad (Yamaa) religiosa y política fuertemente unida bajo un poder único que en el resto de Dar al-Islam. El geógrafo al-Muqaddasi, que escribió su obra en los últimos decenios del siglo X, durante el apogeo del califato de Córdoba, describe este ambiente unitario cuando explica que en la Península sólo se seguían las doctrinas de Malik y la lectura coránica de Nafi, y que los andalusíes sólo pretendían adherirse al Corán y a al-Muwatta'. Si algún hanafí o shafií caía en manos de los andalusíes, lo expulsaban de su territorio y si descubrían a un mutazilí o a un shií eran capaces de matarlo. En la concepción canónica del califato, esta unidad se expresaba y se concretaba en la cumbre con el poder único del califa.
Probablemente, esta noción de unidad del poder fue decayendo por el desarrollo de los acontecimientos históricos que llevarían a la fragmentación que había comenzado en tiempo de los abasíes. El mismo al-Andalus había participado activamente en este desmembramiento al organizarse como emirato independiente a mediados del siglo VIII y por primera vez en la historia del Islam. Pero el derecho público musulmán no había asimilado fácilmente esta transformación política. En Oriente, los poderes independientes o ajenos a los abasíes habían intentado apoyarse en la legitimidad del califato obteniendo sobrenombres reales o laqabs que llevaban el término Dawla (como sayf al-Dawla, Espada de la dinastía), hecho que mostraba claramente que los hamdaníes o los buyíes -que habían adquirido este tratamiento en el siglo X- sólo pretendían ser los representantes del poder califal a pesar del hecho paradójico de que ambos eran shiíes.
En un sistema político-jurídico conservador como es el Islam, hubo que esperar hasta mediados del XI para que el gran jurista al-Mawardi, en su obra al-Ahkam al-sultaniya, sacase la conclusión de la evolución política efectiva elaborando la noción de delegación de soberanía. Es decir, el califa, que seguía siendo el poseedor de la legitimidad teórica, podía delegar el poder político fáctico a un emir que ejerciera la verdadera soberanía en un país determinado.
Los andalusíes, a comienzos del mismo siglo, no habían recorrido mentalmente el mismo camino. Pasaron más bruscamente que los orientales de la unidad a la dualidad y luego a la diversidad de poderes. Todo ello sin conocer la diversidad de las escuelas jurídicas ni las sectas religiosas que caracterizaban Oriente. El régimen califal fuertemente unitario que existía en al-Andalus se había opuesto siempre a la fitna que se había producido a finales del IX y comienzos del X, antes de la restauración del califato por Abd al-Rahman III. El propio Islam oriental había terminado por aceptar la legitimidad de este califato de Occidente por su alejamiento y por la amenaza que el imperio fatimí -instalado entre el extremo Occidental sunní y un Oriente desgastado por el shiísmo- representaba para la ortodoxia. Podemos entender que este desfase que descubrieron de repente entre la teoría jurídico-religiosa -fundamento del poder- a la que se adherían sin formularla siquiera y la realidad y práctica del poder -para cuya reconstitución no existían reglas- les hiciera entrar en un proceso de degradación que nadie fue capaz de detener.
La trayectoria política y el pensamiento de Ibn Hazm, que vivió este momento con especial intensidad -era hijo de un visir del gobierno y tenía quince años cuando estalló la Revolución de Córdoba- ilustran muy bien este desfase y la angustia que podía provocar. Sabemos que se adhirió apasionadamente a las tentativas de restauración del poder omeya en el 1018, luego en el 1023 y tal vez en el 1027. Hemos conservado un juicio suyo sobre la caída del califato omeya de Damasco, en el que podemos apreciar su concepción sobre la evolución histórica del mundo musulmán. Vale la pena citarlo tal como lo reprodujo Ibn Idhari en Bayan: "El año 132/749-750 fue el año en el que los abasíes se hicieron con el poder. Ibn Hazm hizo de su gobierno esta observación de conjunto: Con esta dinastía extranjera (ayamiyya), las oficinas dejaron de ser árabes: los extranjeros del Jurasan fueron los que se hicieron dueños y vimos resurgir la injusta administración de los cosroes (...) La discordia aumentó entre los musulmanes y en el interior del imperio se vio a los jareyíes, los shiíes y los mutazlíes obtener éxitos: Idris y Sulayman, ambos hijos de Abd Allah b. al-Hasan b. al-Hasan b- Ali b. Abi Talib, se metieron en el Magreb y se hicieron dueños; los omeyas se hicieron con el poder de al-Andalus, y así sucesivamente para muchos otros, mientras que los infieles, aprovechándose de los disturbios, se apoderaron de la mayor parte de al-Andalus y del Sind".
El gran autor cordobés no podía juzgar de otra forma su propio tiempo y obró en la medida de sus posibilidades para restaurar la unidad omeya. Los mismos jefes políticos que se hicieron con el poder en las diferentes ciudades provinciales y sus opiniones públicas, sólo podían concebir el poder local asentado sobre una legitimidad califal.